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El Viento Impetuoso

Foto del escritor: KarenCKarenC

El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que habita en nosotros. 


Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar y de repente sobrevino del cielo un ruido, como de viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban. El Espíritu Santo se manifiesta en aquellos elementos que solían acompañar la presencia de Dios en el Antiguo Testamento: el viento y el fuego.


El fuego aparece en la Sagrada Escritura como el amor que lo penetra todo, y como elemento purificador. El fuego también produce luz, y significa la claridad con que el Espíritu Santo hace entender la doctrina de Jesucristo: Cuando venga aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa... Él me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará


En el Antiguo Testamento, la obra del Espíritu Santo es frecuentemente sugerida por el «soplo», para expresar al mismo tiempo la delicadeza y la fuerza del amor divino. No hay nada más sutil que el viento, que llega a penetrar por todas partes, que parece incluso llegar a los cuerpos inanimados y darles una vida propia.


El Paráclito la santifica continuamente a cada alma a través de innumerables inspiraciones, que son todos los atractivos, movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y conocimientos que Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con sus bendiciones, por su cuidado y amor paternal, a fin de despertarnos, movernos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas resoluciones; en una palabra, a todo cuanto nos encamina a nuestra vida eterna. Su actuación en el alma es suave y apacible; viene a salvar, a curar, a iluminar.


Todos los cristianos tenemos desde entonces la misión de anunciar, de cantar las maravillas que ha hecho Dios en su Hijo y en todos aquellos que creen en Él. Somos ya un pueblo santo para publicar las grandezas de Aquel que nos sacó de las tinieblas a su luz admirable.


Al comprender que las santificación y la eficacia apostólica de nuestra vida dependen de la correspondencia a las mociones del Espíritu Santo, nos sentiremos necesitados de pedirle frecuentemente que lave lo que está manchado, riegue lo que es árido, cure lo que está enfermo, encienda lo que es tibio, enderece lo torcido. Porque conocemos bien que en nuestro interior hay manchas y partes que no dan todo el fruto que debieran porque están secas, y partes enfermas, y tibieza, y también pequeños extravíos, que es preciso enderezar. Nos es necesario pedir también una mayor docilidad; una docilidad activa que nos lleve a acoger las inspiraciones y mociones del Paráclito con un corazón puro.


Para ser más fieles a las constantes mociones e inspiraciones del Espíritu Santo en nuestra alma, podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad, vida de oración, unión con la Cruz. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera.


El Paráclito actúa sin cesar en nuestra alma: no decimos una sola jaculatoria si no es por una moción del Espíritu Santo. No es cosa nuestra sino de Dios. Es el Espíritu Santo quien nos impulsa suavemente al sacramento de la Penitencia para confesar nuestros pecados, a levantar el corazón a Dios en un momento inesperado, a realizar una obra buena. Él es quien nos sugiere una pequeña mortificación, o nos hace encontrar la palabra adecuada que mueve a una persona a ser mejor.


Vida de oración, porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo. Acostumbrémonos a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en Él, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por Él, a todas las criaturas.


Unión con la Cruz, porque el Espíritu Santo es fruto de la Cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos.


Para tratar mejor al Espíritu Santo nada tan eficaz como acercarnos a Santa María, que supo secundar como ninguna otra criatura las inspiraciones del Espíritu Santo.

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