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Ya estamos en vísperas de Cuaresma, tiempo de mortificación, de reflexión. Vivir cada etapa de la pasión del Señor definitivamente no es poca cosa ni algo fácil de llevar si ponemos toda alma y corazón. Pero, como en cada momento de nuestra vida, el Señor no nos deja solos. Para vivir la cuaresma y pasión de Jesús, tenemos a nuestra Madre Santísima Maria.
Jesús, desde la Cruz, nos ha dado y dejado en la persona del Apóstol Juan, a su madre, la Virgen María, como madre de todos los cristianos. Al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María, porque no quiere que caminemos sin una madre. Y María, asunta en cuerpo y alma a los Cielos, no deja de mirarnos con verdadero amor de Madre: cada uno de nosotros, nuestras familias y nuestros pueblos, nuestras comunidades y grupos eclesiales, la Iglesia diocesana entera, estamos en su corazón; ella nos protege y vela por nosotros con entrañas de madre. Ella es madre de misericordia, y tiene vueltos sus ojos misericordiosos hacia cada una de nuestras personas, familias y comunidades, a toda nuestra Iglesia.
El Santo Padre Francisco, en su Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, nos recuerda que, en estos momentos, “si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida”. Por ello nos invita “a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso”; este encuentro personal con Jesucristo vivo, muerto y resucitado, llenará nuestra vida y nuestro corazón de la alegría del Evangelio y nos llevará a vivir como verdaderos cristianos, discípulos misioneros del Señor.
Como madre y patrona nuestra, la Virgen María nos quiere guiar por el camino seguro para llevarnos a buen puerto: ella orienta nuestra mirada y nuestros pasos hacia su Hijo, el Camino, la Verdad y la Vida, para que nos dejemos encontrar y renovar por Él. A través del encuentro con María nos podemos y debemos encontrar con su Jesucristo, su Hijo; esta será la mejor muestra de nuestra devoción sincera a María.
En el rostro de María encontramos, en efecto, la ternura, el amor, la misericordia y la cercanía de Dios. En ella vemos reflejado el mensaje esencial del Evangelio. María Santísima, la Virgen pura y sin mancha, es para nosotros escuela de fe destinada a guiarnos y a fortalecernos en el camino que lleva al encuentro con Cristo. Ella, que “conservaba todos estos recuerdos y los meditaba en su corazón” (Lc 2, 19; cf. 2, 51), nos enseña el primado de la escucha de la Palabra en la vida del cristiano, discípulo misionero. El Magnificat está enteramente tejido por los hilos de la Sagrada Escritura, hilos tomados de la Palabra de Dios. María habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se hace su palabra, y su palabra nace de la Palabra de Dios; sus pensamientos están en sintonía con los pensamientos de Dios, su querer es un querer junto con Dios. Estando íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, Ella puede llegar a ser madre de la Palabra encarnada.
Con los ojos puestos en sus hijos y en sus necesidades, como en Caná de Galilea, María nos ayuda a mantener vivas las actitudes de atención, de servicio, de entrega y de gratuidad que deben distinguir a los discípulos de su Hijo. María crea comunión y educa a un estilo de vida compartida y solidaria, en fraternidad, en atención y acogida del otro, especialmente si es pobre o necesitado. En nuestra comunidad, su fuerte presencia ha enriquecido y seguirá enriqueciendo la dimensión materna de la Iglesia y su actitud acogedora, que la convierte en “casa y escuela de la comunión” y en espacio espiritual que prepara para la misión. Ella, en su tiempo silencioso, sabe llegar a cada hijo cuando su corazón está listo y preparado.
Miremos con fe y devoción a la Virgen María, escuchemos sus palabras y contemplemos su vida: por su intercesión pidamos la gracia de dejarnos encontrar y renovar por Cristo para ser sus discípulos misioneros.
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