Cuando comencé a trabajar, sentí por primera vez el peso de la vida. No solamente porque me vi dependiendo de un sueldo para sustentar mis necesidades sino también por las situaciones que pasan en los trabajos que se vuelven cargas: el mal humor de un jefe mediocre, los chismes, los regaños injustos, etc. Pero no es posible renunciar tan fácilmente por esa dependencia en la que creemos encontrarnos, así que soportamos muchas cosas.
A medida que pasan los años – y si tenemos la gran bendición de llevar un camino de la mano de Dios – vamos conociendo como la santidad se puede obtiene a través de sacrificios, dolores, pesares, etc. Pero cuando se es joven y solo somos nosotros, el camino para llegar a la santidad es liviano (aunque no lo sintamos así). En mi caso, yo tenía mis sueños bien marcados, mis metas bien expuestas y solo se trataba de seguir el plan. Por supuesto que yo tenía mi oscuridad: nunca fui buena para tener novios así que la soledad me atacaba bastante; en mi trabajo, siempre tenía en la mira un rubro distinto así que la ansiedad de llegar a ese trabajo estaba presente. Nunca he pertenecido a una familia normal, por lo tanto, muchos de mis traumas provienen de un hogar desintegrado. Todo esto me llevo a tener un relación bastante personalizada con Jesús: se volvió mi mejor amigo, mi maestro, mi todo, y así todo lo que aprendí – y sigo aprendiendo de El – me lleva a entender y aceptar que el camino hacia la santidad conlleva dolor. Sin embargo, ahora que soy adulta me doy cuenta de lo fácil que era antes, y de igual forma, de lo diferente que se vuelve el sendero cuando no hay nadie más con quien compartir al carga. Si, era FACIL.
Cuando encontré a mi esposo y me di cuenta que mi vida no era servirle al Señor directamente, probé el gozo en su máxima expresión y me olvide de la economía del sufrimiento, al menos en la temporada donde mi esposo y yo estábamos solos. Esto puedo ser peligroso pues cuando el dolor regresa, podemos no volverlo a aceptar. Pero no paso mucho tiempo cuando el verdadero camino se asomó a mi vida. Al darme cuenta que estaba embarazada, experimente el miedo en su máxima expresión, ya que mi mayor temor ha sido ser madre. ¿Recuerdan que crecí en un hogar desintegrado? E ahí la raíz de todas mis batallas emocionales. Pensé que nunca más seria feliz porque viviría en temor todo el tiempo, incomoda, sin la privacidad a la que estábamos acostumbrados, sin mi espacio. Ahí me di cuenta lo egoísta que era y supe que mi hijo ya estaba tocando esa llaga que todos tenemos: nuestra individualidad. Perdí mi “yo” y comprendí lo que significan las palabras de Jesús al decir “niégate a ti mismo, carga con tu cruz y sígueme”. No hay nada más doloroso para mí que abandonar mi individualismo, que es igual a negarme a mí misma; negar lo que me gusta comer, negar lo que me gusta beber, negar lo que me gusta hacer (todo esto pasa cuando se está en embarazo). Sin duda negarse es lo más difícil que un ser humano puede hacer. Estamos tan enfocados en nosotros mismos, en nuestros gustos, actividades, y sobre todo en mostrárselo al mundo, que sentimos la necesidad de defender todo lo que nos hace nosotros, defenderlo de todo y todos, incluso de nuestros seres queridos. Pero negarnos a nosotros mismos es la cruz más grande y sin embargo, mi bebe me mostro lo dulce que puede ser negarme a mí misma.
Llevo poco tiempo siendo madre (días) y no voy a decir las típicas frases que dicen todos los padres porque si hay algo que mi hijo me ha enseñado en tan poco tiempo es que cada familia tiene su propia individualidad, y que negarse a sí mismo no significa perderse, significa encontrase de la manera que Jesús quiere, y esa manera es la más plena y mejor de todas. Mi hijo se aburre rápido, por eso llora constantemente. Come como su madre (como chanchito) y es la inocencia perfecta, es mi trabajo – y el mejor de todos – mantener intacta esa inocencia y llevar a mi bebe a los brazos del Padre cuando sea el tiempo. Por supuesto que es difícil tener un ser tan frágil y ruidoso en casa; la gente se queja de las travesuras y de los berrinches que pueden hacer los niños pero no quiero quejarme, no le veo sentido, ya que voy a vivir jugando y eso para un persona amargada si es difícil (no quiero ser amargada). Es mi santidad ser mama de la perfecta y ruidosa inocencia – y en nuestra única manera de ser – fortalezco mi “yo”, quien yo pensé que había perdido, pues mi hijo hace todo conmigo (en especial mis devociones). De esa única manera de ser que es nuestra familia, mi bebe será su mejor versión y podrá escoger entre mil opciones, lo que lo convertirán en el Francesco Valentino que Dios quiere que sea.
Lo que Dios nos da es lo que nos hacer ser quienes somos, darle la espalda nos convertiría en otras personas. Y ese “yo” que soy ahora, es mi real y más claro camino hacia mi santidad.
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